domingo, 14 de noviembre de 2010

El amago del saltimbanqui, o Juanito bebiéndose un café

Entrando a Insurgentes desde Reforma, se me ocurrió echar una mirada al Vips que se encuentra por ahí, el sábado como a la una de la tarde. En una mesa del extremo sur del restaurante, en el mero rincón, vi a un tipo que, en la política mexicana, es por antonomasia el ejemplo del oportunismo político y de la gelatinosidad conceptual. A ver si lo reconocen:


Rafael Acosta "Juanito" en efecto, cuya carencia del sentido del ridículo vuelve causa perdida el pretender describirlo con sólo uno o dos adjetivos (a partir de tres ya resulta más sencillo). Charlaba el protégé de Mariana Gómez del Campo con un tipo de chamarra beige que le mostraba unos papeles en un fólder y que Juanito miraba con interés. Hasta estiraba el cuello para verlos mejor. Pero para cuando saqué la cámara éste había desaparecido ¿rumbo a los baños? ¿rumbo a los basurales de la política capitalina?. Así que el amigo de los panistas capitalinos se encontraba solo cuando lo volví a ver, esta vez a través del objetivo de mi camarucha. Notó mi interés por su persona cuando preparaba la segunda toma, pero la malinterpretó. Me saludó con un movimiento de cabeza, sonriente, y me mostró su pulgar levantado. El de la mano derecha. Estará feliz Marianita.


¿Tramará algo "Juanito"? O, mejor dicho, ¿Tramarán algo con él?

jueves, 11 de noviembre de 2010

Desayuno en la capirucha.

Ayer fui a desayunar a un local como a media cuadra de Reforma, prácticamente frente al Caballito. Apenas entré me sentí atrapado en un remanso del tiempo. Una chava medio gordita tras el mostrador, café obscuro, tecleando algo frente a una computadora antiquísima. Dos meseras de delantal rosado con ribetes blancos desplazándose lentamente y una tercera trapeando parsimoniosamente el pasillo. Una pareja de ancianos sentada frente a frente en absoluto silencio, envueltos en suéteres de lana hasta la barbilla, comiendo pan dulce y sopeándolo en sendos vasos de café con leche. Otro anciano, de traje café y ajado, con una bolsa de plástico de la que asomaban papeles y fólders a su lado sobre la mesa, ocupado en masticar lentamente un bisquet y en darle sorbitos a una taza de café. Vacío el resto de las mesas. Decorado pasadísimo de moda y uno que otro espejo enturbiado por el tiempo.

Me siento en una silla coja. Llega una mesera con un menú y me lo deja. Pido una orden de papaya, huevos rancheros y un jugo grande de naranja. La mesera toma la orden, me deja una canasta con una telera y se va. la pareja de ancianos sigue sopeando su pan. El anciano burócrata - me recordó a los burócratas de Chéjov - sigue comiendo un bisquet y la mesera que trapea sigue trapeando sin que parezca avanzar un ápice y la chava de la barra sigue tecleando, posiblemente la relación de entradas y salidas. O la lista de reparaciones, que en ese caso debiera ser enorme. Pasan los minutos. La telera de la canasta hace tiempo que desapareció pero no así el bisquet del viejo burócrata, ni el pan dulce de la pareja anciana ni la labor de la mesera que trapea, que avanzó un poco hacia la puerta del fondo. Lo que marca el paso del tiempo y que no estamos en una naturaleza muerta es la segunda mesera, que camina con evidente dificultad a pasitos cortos y lentos, yendo y viniendo con una jarrita metálica abollada por todos lados.

Pasa a mesera que me atendió. Su jugo, ¿era grande o chico?. Grande. Se va la mesera. Espero. Miro mis manos y sin necesidad las cambio de posición sobre la mesa. Soplo de la mesa las migajas de la extinta telera. El burócrata sigue comiendo su bisquet y la pareja anciana su pan dulce. La que trapea sigue trapeando, ahora ya junto a la puerta de atrás. Sigo esperando.

De pronto, una voz. ¿Se cobra? Se remueve de su lugar la de la computadora y se acerca al burócrata, mientras este se levanta, toma su bolsa-portafolios y mete una mano al bolsillo. Son veinte pesos, dice la de la barra al tiempo que el anciano burócrata le estiraba dos monedas de 10 pesos y algunas más que parecían de a peso. Me parece el anciano ya sabía lo que debía pagar, pero sigue su ritual de preguntar diariamente ¿se cobra? luego de desmigajar diariamente su bisquet y de diariamente beberse a sorbitos su café. La de la computadora se da media vuelta y regresa tras la barra a seguir tecleando mientras el burócrata sale lentamente del local y se detiene. Mira a la izquierda. Mira hacia la derecha y echa a andar en esa dirección. Lo observo desde mi lugar avanzar despacito hasta desaparecer en el extremo del ventanal. Miro a los transeúntes pasar como quien mira desde la semipenumbra peces en un acuario lleno de sol. Los ancianos siguen royendo su pan dulce. La mesera de la jarrita me sigue dando la impresión de estar a punto de detenerse a media marcha, como una pelota a la que poco a poco se le acabó el impulso.

De pronto, otra voz. Ya acabé. La mesera que trapeaba desaparece tras una puerta con su cubeta y trapeador. Calculo en tres metros la distancia que recorrió en todo ese tiempo.

Y otra voz. Esto empieza a ponerse animado, pensé. ¿Te molesto con más café, Alicia? Llega la mesera reumática a la mesa de la pareja de ancianos y les vierte café en los vasos y reacciona a una señal para mí inadvertida o quizás inexistente, pues deja de servir café y acompleta con leche el resto del vaso. Siguen comiendo pan dulce mientras la mesera casi renquea hacia la cocina.

Finalmente se acerca la mesera que me atendió con un jugo de naranja. ¿No quiere que le ordene ya los huevitos? Preferiría la orden de papaya antes.

La mesera me mira como si nada.

– Se nos perdió la papaya. No la encontramos pero por ahí anda, si la trajimos en la mañana. Chance y la encontramos antes de que se acabe los huevitos.


Pido los huevos rancheros. Mientras llegan, me acabo el jugo de naranja. Los viejitos siguen comiendo pan dulce, envueltos casi hasta la boca en sus suéteres y la gordita de la barra sigue inclinada sobre la computadora. Llegan los huevos rancheros. Todavía no sé cómo pude acabarme un platillo tan malo. Me levanto, pago y salgo. Todo sigue igual tras de mí en el local. Siento unas ganas irrefrenables de lavarme la boca y cepillarme la lengua con mucha pasta.

Tal vez sigan buscando la papaya.

sábado, 6 de noviembre de 2010

Destinos

Hoy tuve la grandísima e inopinada fortuna de conocer a un exguerrillero mexicano. Sucedió en medio de la calle en la enorme Ciudad de México. Lo más leve que le ha pasado fue pasar unos años en el tétrico Palacio Negro de Lecumberri. Algunos pasajes de su vida son realmente trágicos. El racimo de mazasos que me narró, a veces con los ojos humedecidos pero siempre con voz firme y un orgullo sencillo y bien ganado, me dio unas ganas terribles, pero de veras terribles, de abrazar a mi hijo.

Y bueno, una verdad de perogrullo más sobada que la panza de Buda: el chiste está no en las riquezas, sino en las satisfacciones morales que se van acumulando en la perra vida.

jueves, 28 de octubre de 2010

De vuelta

Y bueno, lo prometido es deuda. Dejé de escribir con regularidad en diciembre de 2008, y sólo lo hice dos veces en todo el año pasado.

Las cosas han cambiado. Somos tres en casa, tengo un empleo que me obliga a ausentarme de mi hogar (antes hubiera escrito casa pero ahora sé que casas hay muchas. El hogar es donde uno quisiera vivir y morir y para mí es donde está mi pequeña familia) tres días por semana y sigo arrastrando un compromiso que pensaba haber finiquitado para mediados de este año.

Pues sí, las cosas han cambiado. Mucho para bien con algunos detalles enojosos, pero el resultado final es que ni tiempo ni especial gana tuve en escribir en este blog desorientado que, por lo que veo, se había convertido inopinada y casi exclusivamente en un uno dedicado a la actuación de las selecciones nacionales en la olimpiada de Dresde 2008. Sé que la de 2010 provocó comentarios, pero ese tren ya pasó.

A saltar al que sigue. Por lo pronto, por cuestiones de trabajo (investigación archivística) estaré en México casi todo el mes de noviembre. El plan más inmediato es lanzarme a Teotihuacan por una penca de nopal blanco. La que traje la última vez crecía impresionantemente bien, pero en el pasado invierno, necio de mí, lo dejé afuera durante una semana de heladas nocturnas. Se congeló.

Y luego, ya veremos.